Néctor y los días martes – Por Sergio Rojas E.

Néctor y los días martes

Los modos de las gentes transitando por la calle varía conforme a los días. En otras palabras, sabemos de formas de andar propias de los días lunes, evidentemente. También resulta evidente el andar de los viernes y el de los sábados. Y he aquí nuestro asunto, tal vez el día más difícil de capturar sea el martes: día ecléctico, de indistinción, de paso. Puede ser también, que sea ese mismo mimetismo el que podría distinguirlo, como si al preguntarnos por el sentir particular del martes, comenzáramos por decir que no es la angustia del domingo, tampoco la apertura del sábado, ni el alquitrán de los lunes y que, en suma, lo que caracteriza al martes es que no se siente particularmente diferente a los otros días, más que por el hecho de no ser ese otro día. O quizás sea por Néctor.

Habituado en sus años de oficinista al brío abúlico, se ha vuelto costumbre para Néctor eludir un poco del improductivo trabajo doméstico, repitiendo el martes la camisa del lunes. Aunque es pertinente ponderar hasta qué punto unos sobaco y cuello levemente más amarillos y un aroma algo más abundante en ese dulzor cítrico del trajín laboral, hacen de la camisa repetida la misma del día anterior o, si acaso, estaríamos hablando ya de otra camisa. Son en esas reflexiones que nos caen las preguntas ¿no sería justamente ese tipo de arreglos mezquinos aquello que mejor describiría la esencia de los martes?

Bajo la esencia del día martes, no les parecerá casualidad, entonces, que nuestro Néctor, nieto paterno de un Héctor y materno de un Néstor, haya sabido resolver la vida con pequeños compromisos, haciendo de su existencia la mejor descripción del día más elusivo de la semana, al menos desde que el mundo entró en el régimen de las oficinas y el martes perdió toda su herencia guerrera, para pasar a ser el día de las camisas repetidas.

Este martes en fue iniciado por Néctor con la notable ecuación entre apuro e irresolución. Comenzamos a observarlo de camino al edificio corporativo, envuelto en la angustia insoslayable del oficinista que lleva aproximadamente cinco minutos de retraso, cinco acumulativos minutos que la papeleta de pago no olvida descontar a fin de mes. Por otro lado, todavía parecía arrastrar la sensación de pesadez en los pies que venía del día anterior, como quien no se entrega del todo al devenir del tiempo y le antepone a los minutos, el temple arrasado por la desertificación de los humores y la vacuidad en el alma. Aunque no es para tanto, al menos no para Néctor.

Llegado a su cubículo se sirve instantáneo el café mañanero, mientras riega likes en sus redes sociales a personajes que hace tiempo no piensan en él. Se trata de una rutina de aterrizaje, de amortiguación previa al salto que lo deposita en la jornada de trabajo, después de la cual, Néctor está listo para entrar en el estado de trance del cumplimiento de sus funciones, que ya quisiera el monje más devoto, hasta la hora de almuerzo,

Y, sin embargo, este martes sería destino. Mientras estaba en el trance laboral, Néctor fue interrumpido por una mano golpeando su hombro, que le informó que lo solicitaban de la gerencia. En los 12 años que llevaba en la empresa nunca le habían mandado a llamar y la única vez que había sido solicitado por alguien importante, fue en su trabajo anterior, un día que las necesidades de la empresa dejaron de necesitarlo.

De camino al ascensor lo oímos ir murmurando un discurso en defensa de su caso, en el que resaltaba su fidelidad y compromiso, las crisis que su meticulosidad habían evitado y todos esos aportes que se han pasado por alto.

Se bajó en el último piso. Se presentó ante la recepcionista, quien sin prestarle atención le indicó que el Sr. Bloom lo esperaba en su oficina.

– ¿Sr. Bloom? – dijo para sí -. Debe ser nuevo porque no conozco a ningún gerente con ese nombre.

La oficinista bajó su mirada sin responderle. Este dato agraviaba la premonición que lo venía acompañando porque, dada su experiencia, una gerencia nueva busca hacer cambios, reinventar la rueda y arreglar lo que no está roto. Con mayor razón, su marcha sufrió el cambio del humor flemático al sanguíneo, parecía decisivo y su abulia rebosó, de pronto, de voluntad. 

Surcó su paso por puertas imponentes, todas de una madera oscura y lisa, de las que colgaban cargos de apellidos importantes. Encontró el nombre que lo mandaba a llamar al llegar al final del pasillo:

Néctor golpeó la puerta con firmeza. Había decido no dejarse amedrentar. Del otro lado, una voz afable lo invitó a pasar. Al abrir la puerta, Néctor se encentró con un sujeto refinado, de una piel tan blanca como su nombre, con el semblante de un seleccionado de voleibol holandés, de cabellos amarillos y tan luminosos como un sol de día despejado después de la lluvia. El Sr. Bloom vestía un traje oscuro, hecho a la medida, la corbata amarrada con un nudo robusto y perfectamente simétrico, y una camisa de un blanco que encandilaba la vista. 

Néctor pareció golpeado por este comienzo, lo comenzó a acechar la excesiva autoconciencia de su camisa repetida, amarillosa en los sobacos y el aliento matutino del café instantáneo.

– Me mandó a llamar d-o-o-o-o-n ¿Clayton?

– Así es estimado, tome siento ¿cómo le ha ido? – le sonrió el señor Bloom.

– Bien bien, sin novedad – trastabilla Néctor, todavía confundido por la excelencia de su interlocutor.

– Qué bueno me alegro mucho. Oiga, quizás usted ya intuye la razón por la que lo mandé a llamar.

– No, no, la verdad es que me pilló por sorpresa… ¿debería preocuparme? Mire, yo le quería decir que no tengo nada pendiente, nunca dejo algo para después. Es cierto que algunas veces llego un poco tarde, pero también es cierto que soy de los últimos en irse. Pregúntele a cualquiera – Néctor no daba con ninguna de las palabras elocuentes, ni las pausas locuaces, que supo ensayar de camino a la oficina del gerente nuevo.

– Sí, no se preocupe estimado –le replicó calmo el gerente- No se trata de nada de eso, la empresa está muy contenta con su desempeño.

Al escuchar esto, la expresión de Néctor se transformó nuevamente. La sangre corrió a su cabeza y el aire infló su pecho. Pensó en ese aumento de sueldo tan necesario, quizás hasta el tan merecido ascenso.

– Se trata de otra cosa, mire… estamos preocupados por usted – prosiguió el jefe, inclinando la cabeza sobre el escritorio y haciendo que un rayo de sol rebotara en su pelo amarillo, golpeando la visión de Néctor.

– ¿Preocupados? 

– Sí, verá, le cuento. Yo llevo poco tiempo aquí, fui contratado como Ci-eicH-Ou o CHO a principios de este año.

– ¿CHO? – repitió Néctor.

– Claro, soy el Chief Happinnes Officer, que traducido al español significa: gerente de la felicidad. Mi gestión, tiene como misión velar por el bienestar y salud mental de todos los que conforman esta gran familia, que es nuestra querida empresa.

El rostro de Néctor pareció genuinamente cautivado por la imagen cuidadora y generosa de Don Clayton Bloom.

– Oiga que interesante.

– Sin dudas es algo muy interesante, muy innovador también. 

– Claro que sí, innovar es lo más importante. Yo siempre lo digo – chamuyó canchero Néctor

– En resumen, la gerencia general está muy interesada en el bienestar de los trabajadores, por lo que han querido dar un paso hacia adelante y crear esta gerencia, para que nosotros nos encarguemos de que todos los miembros de esta familia se puedan desarrollar al máximo de sus capacidades

– ¡Que fantástico! – dijo Néctor, obnubilado por este gringo nórdico que hablaba en chileno y que se preocupaba por alguien como él.

– Nos alegra mucho que le alegre, estimado. Al respecto del motivo de su visita, se trata de un tema algo más sensible. Le cuento, para nosotros en redíl, lo más importante es la salud de los empleados y, particularmente, los temas que atañen a la salud mental.

– Claro, claro, la salud mental es lo más importante. Esa siempre ha sido mi convicción.

– Exacto, y es en ese marco que hemos notado que usted muestra indicios de depresión – dijo Don Clayton, con una suave y profesional inflexión en la voz – 

– ¿Depresión? ¿Por qué lo dice, qué le hace pensar eso señor Clayton?

– Verá usted, hemos implementado sobre el personal el más moderno sistema de monitoreo y análisis del bienestar, a través de instrumentos complejos y de la más alta gama… –

– Por supuesto, de la más alta gama.

– Así es – prosiguió Don Clayton – Mediante el escaneo de las expresiones faciales de todos los que aquí trabajan, hemos podido encontrar que, en los últimos seis meses, usted pondera de poco a muy poco en nuestro smile scale. Además, obtiene sostenidamente un ritmo de social engagement más bajo que la media: pasa en soledad 7 de cada 9 horas de launch break y las veces que come acompañado, sus interacciones duran un 37,85% menos que las del promedio. Por último, hemos podido notar que usted ha llorado 5 veces en el baño o un 82,5% más que el promedio. Todos estos son claros indicadores de depresión. Como podrá suponer, era mi deber hablarle y decirle que estamos muy preocupados por su condición y que es importante que estos indicadores mejoren en los siguientes dos trimestres.

Néctor, poco acostumbrado a que la gente demuestre interés en él, no logró procesar del todo la compleja situación de preocupación y crítica que le proponía esta hidalga figura. Por lo que optó por quedarse con lo bueno, el merecido reconocimiento que hacía de su existencia, la preocupación que se había tomado la gerencia de la felicidad por monitorearlo.

– No sabía que se preocupaban por mí de ese modo 

– ¿Cómo no va a ser importante su salud mental, estimado? – le responde el Sr. Bloom con un tono parecido al afecto.

– Si claro, por supuesto, toda la razón, la salud es lo más importante que uno tiene…

– Lo más importante. Si no tiene salud no tiene nada y dentro de la salud, la salud mental es fundamental.

– Completamente de acuerdo Don Clayton. Para serle sincero, no sabía que había llorado tantas veces este año, de hecho, creo que no me había dado cuenta que estaba tan deprimido. Ahora que lo pienso, sí, podría ser que tenga depresión… pero, ¿qué puedo hacer?

– Mire, como primera medida, me gustaría que en algún almuerzo de esta semana se entrevistara con la subgerenta. Ella es psicóloga y le puede hacer una serie de tests que nos ayudarán a comprender lo que usted está sufriendo. Y también, qué áreas deberíamos potenciar para que usted mejore.

– Suena muy interesante, me encantaría.

– Perfecto, este es un magnífico lugar para empezar. Además, me gustaría dejarlo invitado el fin de semana del 23, al primer workshop sobre “Self improvment laboral”, en el que cada uno de ustedes aprenderá a monitorear su propia felicidad. Lo invito a inscribirse ¡ya!, porque hay pocos cupos y el que se relaja no mejora.

– Claro, ¡Anóteme por favor!

– Estupendo estimado, esa es la actitud que necesitamos en redíl. Lo dejo anotado, estima-a-a-a-a-a-a-ado Hécto-o-o-o-or… – estiró don Clayton sus palabras, mientras buscaba con el lápiz en una lista enorme de nombres – ¿Héctor Diez? 

– Mi nombre es Néctor Díaz – respondió con orgullo.

– ¿Néstor Díaz? 

– No señor, Néctor Díaz.

– ¿Hector? ¿Con H o sin H? – le preguntó confundido el jefe. 

– No hay H, es con N de Nadie… Nec-tor. 

– ¿Néctor? Nunca había escuchado ese nombre

– Me lo dicen siempre. Me llamaron así en honor a mi abuelo paterno, Don Héctor Díaz y mi abuelo materno, Don Néstor Díaz. Mi nombre completo es Néctor Héctor Díaz Díaz. Mi segundo nombre, Héctor, es en honor a mi padre que también se llamaba Héctor, que en paz descanse.

– Me va a disculpar, esto es de lo más inusual. Yo pensaba que estaba hablando con Héctor Díaz Aguirre, de contabilidad – le aclaró Don Clayton

– Tiene sentido, porque el Héctor siempre anda como alicaído. Entonces, ¿quiere decir usted que no estoy deprimido?

– Mire no sé – respondió Don Clayton mientras un mechón de su peinado perfecto rompió filas – alguien se debe haber traspapelado con la información suya y la de su colega. No le puedo asegurar que su salud mental esté okey – dijo forzando la acentuación – Tendríamos que evaluar su felicidad primero. De todas maneras, lo dejo invitado al workshop porque nunca está demás ser mejor persona.

– Uff no sabe cuánto me alegra saber que quizás no era yo el que lloraba en el baño… – dijo Néctor aliviado – Sabe qué, ¡anóteme igual para ese fin de semana!

– ¡Estupendo Néctor! la proactividad es un importante indicador de felicidad – concluye el gerente y se puso de pie imponente, al tiempo que le estiró firme la mano en señal de despedida. 

Néctor emuló lo hecho el señor Clayton y empujó su asiento hacia atrás con el dorso de las rodillas. Le apretó la mano confiado, enérgico, ya olvidado del aliento a café y su camisa opaca. Se retiró sintiendo que había ganado algo y regresó flotando a su puesto de trabajo, más liviano que nunca, como quien despierta creyéndose martes, para llega la oficina y darse cuenta que es viernes.

Ese día contó no paró de relatarle a todos los de su piso, el maravilloso encuentro con “Don Clayton Bloom”. Un caballero, distinguido como nadie, les decía a sus compañeros. Lo relató detalladamente a algunos en la hora de almuerzo, luego en una versión exprés e improvisada a una colega junto al bidón de agua, e incómodamente a otro colega en los urinales. Las semanas siguientes, siguió hablando de lo ocurrido ese martes, también el mes siguiente, y así. Aun cuando el señor Bloom nunca lo volvería a llamar a su oficina, Néctor atesoró para siempre la gesta de esa jornada.

El fin de semana del 23, asistió fresco al workshop, con camisa limpia el día sábado y con la misma el domingo. Al terminal el fin de semana, se puso tan contento de que le entregaran ese diploma que certificaba su conocimiento en “el campo de las emociones”, como gustó decir desde entonces. 

Así y todo, nada cambió sustancialmente. Por suerte para nosotros, Néctor continuó repitiendo las camisas de los lunes, los días martes y así lo hizo hasta el final de su carrera. También continuó llegando cinco minutos tarde y doblando hojas con entrañable precisión, para así, sin buscarlo, ser la mejor definición que tuvo el elusivo día martes, durante todo ese largo período de la historia en el que reinaron los horarios de oficinas, antes de la llegada del teletrabajo.

Por Sergio Rojas E.

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