Carta a Giambattista Vico
Durante mi visita a Turín, en el marco de una investigación sobre las rutas de los comerciantes venecianos del siglo XVII, visité el archivo local de la ciudad. A diferencia de los reorganizados archivos que había visitado en la península, este se encontraba algo descuidado y muchos documentos se hallaban sin clasificar, envueltos en el habitual olvido del pasado.
Llevaba, calculo, alrededor de cuatro horas examinando expedientes judiciales, sumergido en la letanía de sus fórmulas procesales, cuando de improviso topé con un inusual documento entre dos sentencias del juzgado de comerciantes de la ciudad. Daba la impresión de ser un documento peregrino, asfixiado entre un par de lugareños que reclamaban su espacio. Su tímido saludo no hacía más que invitar a su lectura, y su contenido, como enseguida aprecié, impedía despedirlo. De ahí que, tras un interminable viaje por sus voces, considerara que compartirlo podría ser de interés.
A continuación reproduzco una transcripción parcial y traducida de una carta dirigida a un tal Giambattista Vico (conocido filósofo, dice mi vieja enciclopedia)1:
Confieso que despierto ignorante, rodeado de tinieblas. Pero la bruma me confunde con el tiempo, y —tan deprisa como mi sueño— me invade la curiosidad y asomo la mirada allí donde hay luz, mas no hallo genuina luz, reflejo de mi imagen, sino infantil inocencia disfrazada de vanidad. Ahora recuerdo, ahora sonrío. Acaso los astros cambiaron y pareció como si con ello recién se hubiese proyectado el panorama humano. En efecto, un tormento anterior se había arrastrado hacia sus nombres; su hogar gritó, lloró y se sacudió, despojó de ellos su propio mundo. Y es que aquellos vanidosos seres no lograron vencer el peso de la naturaleza; sufrieron del miedo de su soledad y se rindieron ante su inevitabilidad. Pese a ello, como era de esperarse —pues ya no hago más que ello—, su vacilante seguridad pronto llegó a puerto, y aquellos que fueron abrumados por la verdad abrazaron, no sin un directivo temor, el conocimiento de su mortal ignorancia. Fue así como el observar los cielos empujó al orden de inspiración divina, al reconocimiento de gigantes, imponentes símbolos. Con todo, ello no detuvo a los astros, que migraron otra vez para señalar el camino imaginado. Y como si se tratara de actores condenados a repetir el mismo diálogo, la naturaleza los instó a construir doradas murallas, hambrientas de éter para defender su seguridad del ignorante, para defender —ya con irritación— la verdad de la fábula del vecino. Sin embargo, el tiempo lo cubre todo y la hija del temor, la irritación, se convirtió en tranquilidad relativa; una tranquilidad que se vistió de la seda más fina del progreso y la razón; una tranquilidad que imaginaba torres de arquitectura tan elevada, que permitió acercarse una vez más a la terrible vanidad, destructora de mundos. Y era tal la vanidad que luego los cegó que, despertando la raíz olvidada que una vez desvaneció su hogar, los apartó de la verdad que sólo la razón podía contemplar: la naturaleza de su existencia.
Como usted observará, recurrente ignorancia sugiere un estrecho roce con la tragedia. Ante tal realidad, no queda más que convenir que lo que la apariencia del progreso humano revela no son más que cánticos elevados al cielo por almas sórdidas, miserables melodías cantadas a mi existencia eterna.
Giambattista, mis deseos están en mi mayor capricho: si en la eternidad yo fuese más que uno —o menos que uno—, no pensaría la tragedia del hombre; sin embargo, y a mi pesar, no puedo escapar de mi naturaleza. De este modo, sumido en mi egoísmo —y aburrimiento—, me veo obligado a compartir mi tragedia con usted.
P. S. Cada vez que despierto me arrepiento de haber creado los astros; la monotonía del tiempo me adormece.
Corsi e ricorsi2
Si bien creo que ya he echado luz sobre lo que se me exigía, debo confesar e inevitablemente repetir. Todo lo que escribo es lo que he visto en la oscuridad mientras dormía: la visita al archivo, el encuentro con la carta, su lectura, y ahora su reproducción. Así las cosas, una extraña coincidencia me obliga a dejar este registro antes de viajar a un archivo en Turín tras la pista de unos venecianos (de los que por alguna razón conservo un recuerdo).
Ruego que me disculpen por compartir mi locura, pero me asalta la llana esperanza de que si la comparto con el mundo, no habrá nada que olvidar.
Atte. Cristóbal Ugarte Labrín.
William Blake_The Ancient of Days (1794)