Festín de pájaros
Primavera
En abril llegará el amor, me dijo, pero lo único que llegó en abril fueron unos pájaros azules. Vinieron a mi balcón una mañana realmente maravillosa. Leía el periódico cuando comenzó aquel espectáculo fascinante. Azul. Sutil. Pájaros revoloteando entre los rayos de un sol blanco. Extendiendo el rocío sobre las crasas. Me quedé mirándolos un buen rato. Lo bello es esto, pensé. Sin embargo, al acabar mi café, di unas palmadas al aire. Ellos ahuecaron las alas. Yo me levanté y cerré el ventanal tras de mí.
Al día siguiente volvieron. Nada más despertarme, sentí una suave vibración. A medida que el sol subía, los aleteos se me hicieron más evidentes. Curiosa, me asomé a la ventana. Había más. De tímido ultramar, se escondían detrás de la hiedra. De reojo, mientras escribía, los veía zambullir sus patas en el plato abandonado de una maceta y saltar en zigzag del ciclamen al helecho. Aunque no venían cada día, yo sabía si habían venido antes de abrir las cortinas, porque el murmullo de sus alas se adelantaba y se me alojaba en las mandíbulas.
Comenzaron a posarse en mi cabeza cuando salí a regar. Barría la terraza con frecuencia. Había plumas azules por todos los rincones y si me descuidaba, entraban en la casa. Pero esto no me molestaba mayormente. Por el contrario, sonreía al verlas cruzar por el aire, eran como lóbulos cortados de una cabeza marina. Lo más hermoso fue encontrar una mañana, detrás de la lavanda, un nido hecho de musgo, ramas y unas fibras que parecían ser de mi melena. Tras el hallazgo, abrí la ventana de forma permanente. Y ellos, al verse libres del ventanal, volaban directos hacía mí, apenas sentían que entraba por la puerta. Por las tardes cuando me recostaba en el sofá a comer algo, se quedaban atentos para picotear las miguitas que se me caían de la boca. Los días oscuros me rascaban los hombros con sus garras y yo comprendía de súbito que llovería. Me llenaban de azul. Hicieron del tiempo algo suave y alegre. Empaparon el aire de trinos. Yo me dejé .
Verano
En julio, un día en el que la humedad se adhería a la piel como una película de aceite, sucedió. Tenía que escribir un artículo, pero no podía mantenerme sentada. El bolígrafo me quemaba entre dedos. Gota a gota mi cuerpo se resistía al papel. Mientras, allá afuera, los pájaros hacían un ruido insoportable. Picoteaban las plantas agujereándolas y saltaban excitados entre una maceta y otra. Salí al balcón a tomar aire, pero el aire era una ballena cruzando el atacama. Ellos también lo sentían. Meneaban histéricos sus alas sin echar a volar. Golpeé las palmas y batí mis brazos con violencia. No los quiero, les dije, chis, chus, apartad de aquí. Van a estropearlo todo, grité. Iros. Dejadme en paz. Cerré la ventana de un golpe seco. Se marcharon.
Cayó la noche y no terminé lo que debía escribir. Ellos tampoco regresaron. La casa estuvo en silencio hasta oscurecerse el cielo. ¿Dónde estaban? Repasé atenta las hojas abiertas, el nido hueco. Antes de que su imagen se disecara, los busqué más allá de la barandilla. Fui al parque, revisé sigilosa otros balcones, llegué caminando hasta la playa. Nada. Un carámbano de hielo se me instaló en el corazón. De pronto el mar había perdido su azul metálico. Y yo, regresé a casa sin una pierna. Fui una de esas que cojea agarrándose de las paredes. Una que arde sin amor. Y así pasaron los días, las semanas, los meses. No hubo segundo sin pensar en ellos ni tarde en la que tambaleando no me asomara al balcón.
Otoño
Un día completamente oscuro volvieron. La cebolla estaba al fuego y yo frente al escurridero cortando patatas cuando escuché el zumbido. Salté y sin querer me corté la palma de la mano. Corrí hacia al ventanal y me olvidé de todo lo anterior, del artículo abortado, de los días previos de ardor, de la comida haciéndose. Abrí la ventana de par en par. Entraron con la tormenta.
Volaron sobre mí, batieron sus alas bajo mi nuca y se bebieron la lluvia de mi cuerpo. Abrí las manos, para que se posaran sobre ellas. Entonces, uno muy pequeño, se posó sobre mi herida y picoteó finamente una lágrima de sangre. Los otros al ver que algo comía, vinieron como abejas a la miel. Yo no sentí dolor. Fui toda néctar y sangre que se acelera en un cuerpo que se contrae.
silencio de ramas angulosas
de un septiembre ramificado
pupilas de sol alumbran
sobre un jardín silenciado
y a mi pecho muerto de agua
le invade un festín de pájaros
Invierno
El viento se ha vuelto frío en la ciudad. El cielo amenaza con nevar. Nosotros en cambio vivimos en una especie de calidez. Las noches se nos abren en la punta de la lengua. Antes de dormir me abro una línea muy suave desde el ombligo hasta el sexo. Soy un riachuelo fino y rojo que nace en mi entrepierna, cruza el pasillo y se dirige hasta el ventanal. Mi cuerpo es una línea de alba que se desplaza hasta tocarlos y los guía hasta mí. Ellos vienen. Aunque ebrios, parecen no saciarse, siempre sedientos de mi carne, y yo parezco no tener fin.
En abril llegará el amor, me dijo, pero eso tenía otro nombre. Un nombre y no sé cuál es. Pero no temo. Me beben poco a poco. Tendremos para varios años.
Por Dennise Valeria