Palabras perdidas sobre “Humedad” de Silvana Gonzáles
Hemos tomado costumbre por lo explícito, por aquello que se manifiesta de manera evidente y clara, que no se permite una abertura a otras interpretaciones. «Traduttori, traditori» —traductores, traidores— dice una expresión italiana, y todo acto de interpretación, sea de un gesto o una palabra, es una apuesta por su traducción, una posibilidad abierta de traicionar la verdadera intención de quien la origina. La traición, a su vez, suele implicar un conflicto; una herida abierta que de alguna manera necesitará cerrar, y que debe ser evitada a toda costa. Lo implícito, aquel movimiento subterráneo que solo se deja ver a través de signos y señales, podríamos argumentar, poco a poco se ha vuelto un lenguaje escaso, de cada vez menos hablantes. En su lugar, los gestos y las ideas severas, las palabras pragmáticas se han vuelto predominantes. Este es un lenguaje primordialmente humano, de palabra y razón, que nos encierra en nosotros mismos, marginándonos del resto de seres y del ecosistema. Este mundo marcado por una comunicación interrumpida es el que nos presenta Silvana González en su primer libro: Humedad.
González nos introduce en una realidad con un lenguaje híbrido, en donde las palabras de los animales y la naturaleza, perdidas para la humanidad, se hacen evidentes sin explicitarse. No se apropian de nuestro lenguaje ni renuncian al propio, sino que manifiestan los signos que se mantienen comunes a ambos. El ejercicio que la poeta realiza resulta sumamente interesante: frente a la imposibilidad de abandonar completamente una perspectiva humana, su escritura encuentra un lenguaje en aquellos signos que hemos olvidado cómo leer. He olvidado el idioma / me enfrento al árbol / no le sale / ni por un segundo / algún sonido / que entienda; con estos versos se nos plantea que existen otros lenguajes que viven en frecuencias que se nos han vuelto ilegibles, pero que se mantienen allí. Mundos que coexisten con el nuestro se develan y marcan su presencia, aportillando la ilusión humana que plantea que todo el territorio nos pertenece en exclusividad, y que por tanto, tenemos derecho absoluto sobre él. Los muros que levantamos con el resto de los seres comienzan a derrumbarse en conjunto a nuestra pretensión de absoluto control sobre ellos.
Sin embargo, no es solo el resto de la vida la que intercepta el hábitat humano; es en un primer momento la humanidad —y sus residuos— la que invade lo que se supone en algún momento fue naturaleza “plena”, si es que aquello puede existir. La idea de esta pureza “originaria” o esencial, como un carácter inherente a lo natural, es puesta en cuestión desde un presente desbalanceado a través de la hibridez antes mencionada. Los versos cortos de la autora construyen al poema a través de certeras imágenes que se encadenan de forma contingente, no necesaria, del mismo modo en que se relacionan los poemas del libro; estas imágenes muestran lo inevitable de la relación entre cuerpos y seres, al mismo tiempo que ponen de manifiesto la falta de equilibrio existente en dichas relaciones. La humanidad trastocó la comunicación entre las formas de vida. Esto también se hace notar a través de las fotografías incluidas entre poemas. En ellas, naturaleza y artificio, primordialmente basura, conviven de una manera incómoda, que no termina de hacer sentido. De manera similar se sitúan las fotografías en el libro: sin estar fuera de lugar, no terminan por pertenecer.
Con barro cicatriza la herida del ladrillo sentencia un verso que podría sintetizar parte del espíritu del poemario. Los tiempos han cambiado, establece el verso anterior. Pese a la comunicación interrumpida entre personas y las otras formas de vida, o el desequilibrio existente, lo cierto es que se ha formado un nuevo territorio, otro tipo de hábitat en el que coexistimos. Pero he aquí el sabor amargo que se puede leer entre líneas: es el ladrillo el que necesita al barro y no al revés; la humanidad y nuestro progreso necesita a la naturaleza, no ella a nosotros. Las plantas y los animales no humanos resisten dentro del ecosistema que creamos sin ningún tipo de consideración para con ellos, y lo hacen a través de una resistencia silente, en la que marcan presencia de distintas maneras. Su presencia también se marca en nuestro propio actuar; la pulsión animal no ha desaparecido de nuestros cuerpos, lo que la autora utiliza hábilmente para radiografiar la naturaleza mestiza actual.
Con Humedad, Silvana González hace un esfuerzo por empatizar con códigos de los que históricamente —en la narración universal-occidental, al menos— hemos buscado distanciarnos, y lo realiza sin idealizarlos, pero sin tampoco asumir la crueldad que también existe en ellos. Sus imágenes poéticas abren cuestionamientos que se proyectan al abstracto desde una materialidad concisa, tan concisa como las raíces de los árboles, los elementos, y las formas en las que los trabajamos para nuestro provecho. Sin embargo, los cuestionamientos implican no sólo a la humanidad y su devenir, sino a la vida en su conjunto: ¿quién tiene más culpa / el que saca / la fruta / o la fruta /cuando cae?
Por Jaime Ahumada Ruiz