El bulto – por Emmanuel Montes Álvarez

El bulto

A la memoria de Ricardo Montes, mi abuelo

Siempre quisiste ser el ranger rojo. Cole, el líder de los Power Rangers: Wild Force. Por eso, no puedes despegar los ojos de la pantalla ni un segundo. Ni siquiera para saludar a Papá que recién acaba de llegar del trabajo, sediento, reventado hasta el paroxismo. Madrastra lo saluda con un beso, ella también acaba de llegar prácticamente. Le trae una tacita de café. Papá comienza a quitarse los zapatos, desde ahí mismo, desde el sillón al lado tuyo. Primero el izquierdo, luego el derecho. También se quita las medias e intenta hacer un chiste sobre la peste a pata. Tú te ríes un poco, no mucho.

Papá aprovecha para quitarse el pantalón y sentir algo de placer, de comodidad, en ropa interior después de tanto ajetreo. Por el cuerpo le corren cascadas de sudor. No debe ser fácil trabajar tantas horas, piensas por un momento, en un impasse en el que el capítulo decae previo al clímax. Madrastra se toma la libertad de poner a oscilar el ventilador, para que le dé el aire a todos.

—Ya el agua está, ¿te vas a bañar? —Pregunta ella, que aprovecha para traerte un pedazo de pan con un vaso de jugo de mango. Preguntas por el paquete de galleticas que trajo Papá, pero te dice—: no, esas son para después que si no, no comes y ahorita voy a servir.

En el fondo, antes de que los rangers se junten y formen el Megazord, quieres comerte esas galleticas viendo el capítulo.

Papá se dispone a entrar al baño. Aprovecha ese repentino chute de fuerzas que le permite ponerse de pie, agarrar los zapatos, el pantalón y las medias, para dirigirse al baño. ¿Acaso habrá sido el café lo que le dio esa energía? Lo sigues con la vista y en lo que te terminas de tomar el jugo, sientes que están tocando a la puerta. Ves como Madrastra te dice que no hagas bulla, con mímicas, como una pantomima preparada a conciencia para ejecutarla cada vez que se da la oportunidad, y casi que en puntillas, va en busca de Papá. Le dice:

—Ese debe ser Lino, que seguro te vio llegar. No da ni un chance ese hombre…

Papá le responde:

—No seas así, chica. El pobre. Tú sabes que él no está bien, que después de lo de la mujer y el hijo, no ha vuelto a ser el mismo. Ponte en su lugar, anda. Cualquiera estaría así, o peor…

— ¿Entonces, le abro o le digo que te estás bañando?

—Ábrele, ábrele. Dile que pase y que me espere ahí.

Papá vuelve a ponerse el pantalón y se pone una camiseta de las de andar por casa.

Madrastra va a recibir a Lino y nada más verle la cara, la invade un ramalazo de condescendencia. Sus ojos, su mirada se nota rota. No hace ni dos meses perdió a su familia, pero tú no sabes lo que es eso, porque de cierta forma, cuando no es Mamá, es Papá, pero los dos están ahí para ti. El pobre de Lino no tiene a nadie. Por eso va a casa, casi todos los días, para conversar con Papá, para hablar de libros, de la vida, de cosas, porque a Papá le gusta mucho hablar. Nunca se calla, es un torrente, y Lino es buen amigo, a pesar de todo lo malo que le ha pasado.

Lino pasa a la sala, hace el intento de saludarte y tú le eres recíproco por compromiso. Pareces un ovillo sentado en el sillón, con los pies recogidos a más no poder y meciéndote como si el final feliz de los Power Rangers dependiera de ti. Madrastra habla con Lino. Hace el intento de tratarlo, de no hacerle un feo. Lo invita a sentarse. Al hacerlo, Madrastra, sin llamar mucho la atención y sin armar un jaleo por ello, se siente invadida por la sospecha. Lino, al sentarse, se le ha corrido un bulto que lleva escondido —o intenta esconder— en el pantalón, cogido al cinto al parecer. Se lo ha acomodado.

En ese momento, Papá sale del cuarto para saludarlo. Madrastra va a la cocina para traerle un poco de café. Cuando Papá se sienta al lado de Lino, le dice:

— ¿Cómo estás, cómo te sientes? ¿Qué te trae por aquí? Hoy no fuiste a trabajar y preguntaron por ti. Ahorita te iba a llamar…

A Lino le cuesta sacarse las palabras de adentro. Su garganta es como una pradera árida que no las deja florecer. Comienza diciendo que no fue porque no se sentía bien, que pasó por la librería y la librera le preguntó por su mujer. Parece mentira que todavía la gente me pregunte por ella, dice, y Papá le recalca que es algo normal, que no puede sentirse mal porque le pregunten, la gente no tiene por qué saber lo que ha pasado.

Después de tomarse el café y comportarse de manera errática, Lino se excusa, dice que tiene que hacer otras cosas y por momentos, a Papá le da la impresión de que le cuesta despedirse. Se seca las manos en las perneras del pantalón y termina por decir: «Muchas gracias por todo, mi amigo» y duda si darle un abrazo. Hasta que se marcha sin más.

Al cerrar la puerta, Papá le dice a Madrastra:

— ¡Qué raro está! ¿Tú lo viste más raro que antier o es idea mía?

—Parece como si se estuviera despidiendo o algo.

— ¿Despidiendo?

—Sí, no sé… ¿Tú no te fijaste en el bulto que tenía debajo de la camisa, por el pantalón?

—No, no me fijé. ¡No me jodas! —dice y se lleva una mano a la frente. Las piezas comienzan a encajar y no de una manera agradable.

— ¡Ay, mi madre, que Lino andaba con la pistola arriba! ¿Qué irá a hacer, Dios mío?

—Espérame aquí un momento.

No te das cuenta de eso porque ya se está por acabar el capítulo, pero Papá se pone los zapatos y la camisa más rápido que cuando se desvistió, abre la puerta y baja las escaleras a la misma velocidad. Se detiene en la acera y casi que trota hasta la esquina, pero no ve a Lino. Al enfilar en dirección contraria, a la otra esquina, lo ve, por suerte, rumbo a la costa, a los dienteperros, a donde nadie va salvo las parejitas a intimar o las personas que realmente buscan estar en soledad. Papá le grita:

— ¡Lino, párate ahí! —y a medida que se acerca, busca mantener la compostura, busca no llamar mucho la atención. Se le acerca lo suficiente para poder hablarle como en un susurro—: Dame eso que tienes ahí, hazme el favor. Que la gente no te vea.

— ¿Que te dé qué?

— No te hagas el bobo, dame la pistola, que vi que la tienes arriba.

Lino intenta justificarse sin muchas ganas. Lo hace por llevarle la contraria a Papá en un principio. Acaba por aceptarlo y sin levantar sospechas, aprovecha que no pasa nadie por su lado y le entrega a Papá la pistola que había sido de su abuelo mambí. Envuelto en un pañuelo: un revolver. Papá, sin mirarlo, se lo guarda en el pantalón, debajo de la camisa.

— ¿Qué tú ibas a hacer con esto, Lino, eh? No quiero ni imaginarme que es lo que estoy pensando —dice y en ese momento las palabras sobran. Lino busca el contacto con un abrazo y comienza a llorar, otra vez, como tantas a lo largo de esos meses—. Yo no te la voy a devolver hasta que no estés bien, ¿me oyes? No vaya a hacer que hagas una locura, coño.

Papá regresa con el amigo en dirección a su casa, inspecciona el lugar, se asegura de que pueda estar bien y lo deja acostado en su cama con la promesa de que lo llamará después de comer. Y si no tienes comida preparada, pásate por la casa, le dice antes de salir.

Al volver, Papá guarda el bulto en una gaveta de su cuarto, crees que donde guarda las medias limpias, o los calzoncillos. Madrastra había tenido razón, sí, de no ser por ella a saber qué hubiese pasado. Por fin, de una vez, Papá se dispone a entrar al baño. Para ese entonces, ya no hay Power Rangers en el televisor, sino que eres tú, el ranger rojo, el que intenta salvar al mundo.

Por Emmanuel Montes Álvarez

3 comments

Emmanuel Montes Álvarez says:

Muchísimas gracias por la oportunidad de permitirme publicar este relato tan especial para mí.

Mi hermano, me encantó. Estoy muy orgullosa de ti. A nuestro abuelo le hubiese encantado leerlo❤

Oli says:

Éxitos! Me gustó este cuento, triste, la vida misma, dura.

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